Pertenezco a esa generación que descubrió Internet con 18 años. Por eso, a diferencia de los nativos digitales, tengo la gran fortuna de poder contar algún día a mis nietos cómo se vivía cuando no se usaba el correo electrónico, ni existía Facebook, ni Twitter, etc. Sin embargo y, en contra de lo que muchos puedan pensar, no les podré decir que las redes sociales revolucionaron nuestras vidas… Porque, en realidad, las redes sociales ya existían antes.

En mi pueblo, Colinas, ya se «compartía» información cuando los creadores del Facebook no habían nacido. Es cierto que el mensaje no llegaba tan rápido (aunque, a veces, os llegaría a sorprender la velocidad de transmisión entre caleyas) y que el contenido audiovisual escaseaba (aunque las descripciones eran muy elocuentes y el «me gusta» y «no me gusta» estaba presente en cualquier conversación). Es cierto que la tecnología no existía, pero la esencia estaba ahí.

Porque la esencia siempre ha sido y, desde luego, será, la necesidad que tenemos las personas de expresarnos, de compartir, de escuchar lo que opinan sobre nosotros, de sentirnos comprendidos y apoyados, de vincularnos a grupos… A veces, en nuestra profesión, nos empeñamos en renombrar con tecnicismos y anglicismos lo que básicamente deberíamos llamar «empatía» con nuestros clientes.

Con esto, no pretendo restar importancia a las herramientas sociales… ¡todo lo contrario! Me gustaría matizar que son el continente, no el contenido. Y esto es clave porque en la actualidad muchas empresas están centrando sus energías más la tecnología que en el fin real que perseguimos, quedándose con la forma sin definir la estrategia a seguir.

Hoy es Twitter y Facebook. Hace unos años un banco en cualquier rincón de mi pueblo. ¿Y mañana? La clave está en incorporar las nuevas tecnologías de una manera natural en nuestras planificaciones estratégicas.

Por cierto, mi pueblo también tiene perfil en Facebook. ¡Como no!